Luz, oscuridad, todos tenemos ambas en nuestro interior, en mayor o menos medida. Mas nuestro destino siempre ha sido brillar, como las estrellas. Esa luz inconmensurable que portamos es la llave hacia un nuevo mundo, una nueva realidad.
Todos deberíamos brillar, aunque la mayoría no lo hacemos. Es porque es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que nos aterra. Elegimos ocultarnos entre sombras para no desatar esa luz, ese potencial, con el afán de no resaltar, ser uno más, semejantes al resto.
Tememos que si dejamos estallar esa luz, nuestra presencia permita a otros conseguir lo mismo, despertar esa energía, ese brillo, y así lograr ir más allá de las especulaciones. Así nos mantenemos, inmersos en una oscuridad que nosotros mismos creamos, ya que la mayoría de las trabas para explotar nuestra luz nos las imponemos nosotros mismos, por temor, por indecisión, por duda.
En la medida en que una sola persona se atreva a dar rienda suelta a su luz, miles, millones se verán liberadas. Nuestro destino es brillar fuertemente, aunque no sea fácil de lograr. Únicamente debemos eliminar nuestros temores. Pues los momentos de verdadero resplandor no son aquellos en los que más brillamos, sino aquellos en los que no nos da miedo brillar.
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