Oscuridad absoluta. Abrió
lentamente los ojos y echó un rápido y triste vistazo a la habitación a su
alrededor. Su mirada se dirigió hacia el antiguo y enorme reloj de péndulo que
descansaba unos cuantos centímetros a su derecha. Las manecillas parecían moverse
cada vez más lento, conforme pasaban los segundos, el tiempo se hacía eterno.
Soledad. Acompañada únicamente
por el tenue resplandor de unas pocas velas que reposaban sin propósito sobre
una milenaria mesa de caoba pulida. El tic tac suave del reloj se expandía en
ese completo silencio, reproduciéndose como un golpe sordo y seco que
perturbaba la quietud del penumbroso ambiente.
Ansiedad. Sus cinco sentidos
estaban alerta y más agudos que nunca, aguardando por un evento que
desconocían. El descontrolado aullido del viento en el exterior representaba la
ilusión de una jauría de lobos hambrientos acechando en las tinieblas la
llegada de su presa. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, tensando sus músculos
y poniéndola nerviosa. Los latidos acompasados de su corazón se transformaron
en violentos golpes en su pecho, tan fuertes que podrían haber despertado de la
muerte a aquellos que ya están sumidos en un sueño perpetuo.
Eternidad. El tiempo parecía no
avanzar; al contrario, parecía ir en sentido inverso. La ausencia de sonido, la
monotonía, engañaban a la mente y le daban a la escena un tinte de tiempo
muerto, detenido, un momento sostenido a lo largo de la infinidad.
Un rayo surcó con fiereza el
cielo, seguido del rugido ensordecedor de un trueno. La puerta se abrió de par
en par, dejando entrar desatadas corrientes de viento. La puerta golpeó contra
el muro, y las llamas vibrantes de las velas se zarandearon de un lado a otro,
pero sin apagarse. Sobresaltada, dirigió sus profundos y cristalinos ojos hacia
el rectángulo de luz enmarcado en el umbral, con la tibia esperanza de que
ingresara por el, aquel que nunca iba a llegar, aquel a quien esperaba.
Los segundos que sostuvo la
mirada parecieron ser horas. Abatida, apartó la vista y se puso de pie, caminó
en dirección al umbral lentamente y cerró la puerta con cuidado. El silbido del
viento se acalló, y la habitación volvió a sumirse en la quietud. Delicadamente,
se sentó en un viejo sofá, a pocos centímetros de la mesa. Con elegancia, se
inclinó hacia adelante y, una por una, fue apagando las velas. Cerró nuevamente
los ojos.
Oscuridad absoluta.
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