Llovía con fuerza en esa hermosa noche de verano. Sus ojos cristalinos observaban casi hipnotizados como las transparentes gotas parecían iniciar carreras sobre el cristal de la ventana. La oscuridad del exterior solo se veía quebrada por la mortecina luz de las farolas, y el silencio regía como amo y señor de aquella escena.
Su mente volaba sin rumbo, descubriendo canciones en el repicar del agua sobre la acera. Se sentía en paz, le gustaba pensar que aquella lluvia pudiera durar para siempre. Una de las farolas parpadeaba, arrojando guiños fantasmales sobre el desvencijado sofá sobre el que se encontraba cómodamente acurrucado, y creando sombras lúgubres.
Ni un alma se movía, y sus cinco sentidos estaban agudizados al máximo. Frente a sus ojos flotaban imaginarios retazos de eventos pasados, y un ligero escalofrío recorrió su espina. Se pasó los dedos entre el sedoso cabello, casi sin darse cuenta, y soltó un suave suspiro.
Un trueno solitario lo sobresaltó, pero en apenas un instante volvió a sumirse en su profundo trance. La luz de las farolas titiló hasta apagarse, cerniendo el cuarto en la más completa penumbra. Cerró los ojos, mientras que en el exterior los furiosos e imponentes relámpagos eran los encargados de proporcionar luz, cual severos señores de la noche.
Se sentía en contacto consigo mismo, con lo más profundo de su ser, con su alma. Su viaje espiritual lo llevó a sitios inimaginables, jamás alcanzados y prácticamente desconocidos. Respiró hondo y se elevó dentro de si mismo, al comienzo tímidamente, como un pichón en su primera experiencia de vuelo, pero luego seguro y confiado, como un poderoso águila que remonta vuelo por encima de las majestuosas montañas nevadas. Se sentía libre, a gusto y en paz, y deseaba que aquel momento no terminara más. Y sin embargo…
Sin previo aviso, la tormenta cesó. De a poco, una a una, las farolas de la calle se fueron encendiendo. Las nubes se despejaron, dándole paso a una redonda luna plateada rodeada de pequeñas y brillantes estrellas. Abrió los ojos con pesar, estaba triste. Y pese a que el momento había terminado, no se lamentó, pues se había sentido tan vivo y tan fundido con su fuero interno, que aquella experiencia quedaría marcada a fuego en su memoria para siempre.
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